lunes, 1 de febrero de 2010

White Room - Noite Meiga


Cuatro cuerdas sonaban empapelando la estancia, cuatro cuerdas acompañadas del calor seco y frío del fuego. Podría haberme pasado horas mirándo a ese espejo llameante mientras consumía otro de tantos libros. Leía al ritmo de la música que golpeaba en mi cabeza una y otra vez, y, por un instante, me transladaba a un lugar maravilloso, un lugar de esos que se describen en los cuentos y que solo existen en el corazón perdido de la selva amazónica.

Flores de colores brillantes colgaban de los árboles que cambatían entre ellos por crecer más y más. El aire húmedo y cargado mareaba, el agua caía gota a gota a través de las hojas y el sol apenas era visible entre la vegetación. A lo lejos se vislumbraba un claro muy amplio donde de forma cortante a la vista, el paisaje se tornaba azulón y fresco. Grandes robles se repartían a su gusto por el llano suelo esmeralda que reflejaba el celeste y donde tantas veces había jugado durante aquellos años en los que...ese lugar me resultaba demasiado familiar...sin duda...

Me dispuse a avanzar hacia el lugar en sí cuando de nuevo las ardientes plumas de fénix que calentaban la sala me extrageron de mi apasionante lectura.

Sin saber por qué, en un impulso tomé con fuerza el libro, procurando dejarlo abierto por la página por donde iba y lo arrojé a las llamas. Prendió en el instante y tras él, mi mano se introdujo sola, a pesar de que mi mente hacía lo posible por impedirlo, a pasar de página para comprobar si finalmente llegaba a ese lugar...

De pronto ambos, libro y lectora, desaparecieron en una llamarada azul.

Entonces es cuando sentí ese aire húmedo y cargado sobre mis sienes, esa mezcla de aroma a rosas, saúco, hinojo, torvisco y demás flores, el calor de una inmensa hoguera que se alzaba ante mi...y los altos robles de una de las infinitas colinas de Ulhä.

La sala quedó vacía y fría, más las cuerdas del roto violín siguieron sonando, esperando su regreso.

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